“En ti, oh Jehová, he confiado; no sea yo confundido jamás…Sácame de la red que han escondido para mí, pues tú eres mi refugio.” (Salmo 31:1,4)
Atrapado! Aprisionado! Capturado! Lo que el enemigo es incapaz de hacer cuando ataca abiertamente, a menudo lo hace por medio de la sutileza.
La primera cosa que la Biblia dice acerca del diablo, es la última cosa que la gente está dispuesta a creer. El diablo es sutil. Con frecuencia creemos que aparecerá con violencia, con fuertes ataques, o abiertamente con feas actividades pecaminosas. Pero él viene de forma suave, placentera, dulce, a menudo de manera religiosa con tonos bonitos, tentando y seduciendo.
Las trampas están cebadas con aquello que su víctima desea. Por lo tanto, cuando no tenemos contentamiento con lo que Dios legítimamente ha dado y provisto para nosotros, nos convertimos en el blanco principal para la red del enemigo. Al alcanzar aquello que no nos es legítimo y libremente dado por Dios, pronto nos encontraremos irremediablemente enredados en una telaraña que desafía cualquier escape. ¿Qué debemos hacer entonces?
¿Debemos llorar, quejarnos, rezongar, murmurar, maldecir, culpar a otros? ¿Debemos sentarnos y sentir pena por nosotros mismos? ¿Debemos revolcarnos sin esperanza y enredarnos aún más profundamente? ¿Debemos rendirnos en desesperación sin esperanza y resignarnos a la derrota y la inutilidad? Nada de eso! No aquellos que han puesto su confianza en el Señor.
Debemos clamar al Señor. Debemos admitir que hemos sido engañados, admitir que tenemos la culpa de nuestro engaño; que no hubiera sido posible si no fuera por nuestro malvado descontento o nuestra ambición no santificada. Debemos admitir que somos incapaces de liberarnos a nosotros mismos y que merecemos estar en el lío en el que estamos. Y entonces debemos pedir a nuestro Padre celestial que saque a Su amado hijo del pozo en el cual ha caído. Él lo hará.