4 de diciembre de 1996
“Porque quiero que sepáis qué gran lucha tengo por vosotros … para que sean alentados sus corazones, y unidos en amor” (Colosenses 2:1-2).
Este era el poderoso apóstol Pablo, quien fue especialmente aprehendido por Dios con una revelación salvadora de Jesucristo que fue más brillante que el sol de medio día; no obstante, él tenía esta agonía. A Pablo se le concedió más gracia que cualquier otro líder u obrero del Nuevo Testamento, sin embargo, tenía esta agonía. Pablo no era inferior a los apóstoles más eminentes, y aún así, tenía esta agonía. Pablo hizo tales declaraciones audaces como: “Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”, pero tenía esta lucha. Pablo sabía mucho acerca del contentamiento: “he aprendido a contentarme cualquiera que sea mi situación”, sin embargo, tenía esta lucha. Pablo ensalzaba una “paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento”, pero tenía esta lucha. Él exhortaba a otros: “regocijaos siempre”; sin embargo, tenía esta agonía. Pablo hizo tales declaraciones sólidas de un Dios soberano como: “Así que del que quiere tiene misericordia, y al que quiere endurece”, y aún así, tenía esta lucha. ¿Cuál fue la lucha? No fue por sí mismo sino por otros — para que los santos ahí en Colosas fueran estimulados a ser unidos en amor.
La falta de unidad es algo muy desalentador. Pero cuánta fortaleza proviene de la unidad. Así como los pequeños alambres, todos unidos, conforman la fuerza del cable, también es así en la iglesia. De hecho, una verdadera iglesia neo-testamentaria tiene estrecha comunión, muy estrecha, así como el tejido de una prenda fina. Los pastores sienten esta carga. Todo cristiano verdadero, por naturaleza, siente esa carga en alguna medida. Y son exhortados a “esforzarse por preservar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz”. No es nada fácil. Al igual que los filamentos individuales de hilo —si van a ser tejidos, deberían ser empujados para allá y para acá— así también es para el tejido de los santos. El amor demanda que uno dé mucho.