Sencillez en la predicación

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El contenido de este documento se pronunció originalmente, como conferencia, ante un público clerical, en la Catedral de S. Pablo, en nombre de la Homiletical Society. Debo pedir disculpas si el cierto estilo presenta rudeza y brusquedad. Pero mis lectores tendrán la amabilidad de recordar que la conferencia se pronunció, no estaba escrita, y se ha preparado para su impresión a partir de las notas manuscritas que tomó alguno de los presentes.

El rey Salomón dice, en el libro del Eclesiastés, que “no hay fin de hacer muchos libros” (Eclesiastés capítulo doce versículo doce). Pocos asuntos hay a los que se pueda aplicar este consejo mejor que a la predicación. Con los libros que se han escrito para enseñar a los ministros a predicar se podría formar una pequeña biblioteca. En el nuevo y modesto tratado que ofrezco, no me propongo más que tocar un aspecto de la cuestión. No es mi intención considerar cuáles deberían ser el fundamento y el tema de un sermón. De manera deliberada dejaré de lado puntos como “la seriedad, la unción, la vitalidad, la calidez” y otros parecidos, o las ventajas que tienen los sermones escritos o improvisados en comparación. Es mi deseo ceñirme a un solo asunto, que recibe mucha menos atención de la que merece. Me refiero a la sencillez en el lenguaje y en el estilo.

 Si es que la experiencia sirve de algo, yo debería ser capaz de decir a mis lectores alguna cosa acerca de la sencillez. Hace cuarenta años que empecé a predicar, cuando fui ordenado en una pobre parroquia rural, y gran parte de mi vida ministerial se ha desarrollado predicando a peones y granjeros. Estoy familiarizado con la gran dificultad que comporta el predicar a una congregación de esa clase, cómo hacerles entender lo que se quiere decir y asegurarse su atención. En lo que se refiere al lenguaje y a la composición, no dudo en decir que preferiría hablar en las universidades de Oxford o Cambridge, o en el Temple, o en el Lincoln’s Inn, o en las Houses of Parliament antes que dirigirme a una congregación agrícola en una hermosa y cálida tarde de agosto. Una vez oí decir a un peón que disfrutaba del domingo más que de ningún otro día de la semana, “porque en la iglesia —explicaba— puedo sentarme cómodamente, estirar las piernas, no pensar en nada y ponerme a dormir”. Puede que algún día a mis jóvenes compañeros de ministerio se les llame a predicar ante congregaciones como las que yo he tenido, y quedaré satisfecho si mi experiencia puede resultarles útil. Antes de entrar en materia, me gustaría desbrozar el camino haciendo cuatro observaciones preliminares.

En primer lugar, pido a todos mis lectores que recuerden que alcanzar la sencillez en la predicación es de máxima importancia para todos aquellos que deseen ser de utilidad para las almas. Si no somos sencillos en nuestros sermones, nunca se nos entenderá, y si no se nos entiende, nunca podremos hacer bien a aquellos que nos oyen. En las sabias palabras de Quintiliano: “Si no deseamos que nos entiendan, merecemos que nos abandonen”. Por supuesto, el primer propósito de un ministro debería ser el de predicar la verdad, toda la verdad, y nada más que “la verdad que está en Jesús” (Efesios 4:21), pero lo siguiente a lo que debería aspirar es a que su sermón sea comprensible; y la mayoría de sus oyentes no lo comprenderán si no es sencillo.

Mi siguiente observación preliminar será que alcanzar la sencillez en la predicación no es en absoluto tarea fácil. El mayor error sería suponer que lo es. “Hacer que lo difícil parezca difícil —por decirlo con palabras del arzobispo Ussher — está en manos de cualquiera, pero hacer que las cosas difíciles parezcan sencillas e inteligibles es una cima que muy pocos oradores alcanzan”. Uno de los más sabios y mejores puritanos dijo hace 200 años “que la mayor parte de los predicadores disparan por encima de las cabezas de sus oyentes”. ¡Esto sigue siendo verdad en 1887! Me temo que una proporción muy amplia de aquello que predicamos es tan incomprensible para nuestros oyentes como si fuesen griegos. Cuando el público oye un sermón sencillo, o lee un folleto sencillo, dice: “¡Qué cierto! ¡Qué claro! ¡Qué fácil de entender!”, y quizá suponga que cualquiera es capaz de escribir con ese estilo. Me permitiré decirles a mis lectores que es extremadamente difícil escribir de manera sencilla, clara, perspicua y contundente. Tomemos como ejemplo los sermones de Charles Bradley’, de Clapham. Cualquiera de sus sermones supone una agradable lectura. Son tan sencillos y naturales que cualquiera se daría cuenta sin más de que su significado es tan claro como el Sol al mediodía. Todas las palabras son las correctas, y todas están en el lugar que les corresponde. Sin embargo, conseguirlo le costaba al Sr. Bradley un gran esfuerzo. Los que hayan leído con atención la novela de Goldsmith titulada El vicario de Wakefield difícilmente dejarán de advertir la exquisita naturalidad, soltura y sencillez de su lenguaje, y, aun así, es sabido que las penas, los apuros y el tiempo que le costaron fueron inmensos. Comparemos El vicario de Wakefield con el Rasselas de Johnson — que se despachó en solo unos pocos días, según se dice, bajo una fuerte presión —, y la diferencia se hará evidente al instante. De hecho, utilizar palabras muy largas, parecer muy docto, hacer que la audiencia salga de un sermón comentando: “¡Qué sutil! ¡Qué inteligente! ¡Qué grandioso!”, es muy fácil. Pero escribir algo que sacuda las conciencias y que quede prendido en ellas, pronunciar o escribir algo tan atrayente como inteligible, y que se grabe en la mente del que escucha y nunca se olvide, eso, podemos estar seguros, es un logro muy difícil y que raras veces se alcanza.

Permítaseme señalar, en siguiente lugar, que, cuando recomiendo a mis lectores sencillez en la predicación, no estoy defendiendo una predicación pueril. Si pensamos que a los pobres les gusta esa clase de sermón, estamos cometiendo un grave error. Si los que nos escuchan creyesen que los considerarnos un hatajo de pueblerinos ignorantes a los que cualquier “comida para niños” les basta, nuestra oportunidad de hacerles algún bien estaría totalmente perdida. A los oyentes no les gusta siquiera que los sermones parezcan condescendientes. Sienten que no se les está tratando como a iguales, sino como a personas inferiores. A la naturaleza humana, esto le desagrada siempre. En seguida nos darán la espalda, cerrarán los oídos, se ofenderán, y entonces será como predicar al viento.

Por último, permítaseme añadir que lo que se necesita no es una predicación burda o vulgar. Es más que posible resultar sencillo sin dejar de hablar como un caballero y con los modales de una persona cortés y refinada. Es un completo error imaginar que las personas incultas y analfabetas están más dispuestas a escuchar a una persona analfabeta que se dirija a ellos de manera inculta. Suponer que un evangelista lego o un lector de las Escrituras, sin conocimientos de latín ni de griego, y familiarizado únicamente con la Biblia, es preferible a una figura de Oxford o a una lumbrera de Cambridge (si es que tal figura y tal lumbrera son capaces de predicar) es un completo error. Por norma, el público solo tolera la vulgaridad y la rudeza cuando no puede conseguir otra cosa.

 Después de haber hecho estas observaciones preliminares para allanar el camino, me dispongo a ofrecer a mis lectores cinco breves indicaciones con respecto a lo que considero el mejor método para alcanzar la sencillez en la predicación.

Punto uno:  Mi primer consejo es el siguiente: Si quieres llegar a predicar de manera sencilla, debes preocuparte por tener un punto de vista claro del asunto acerca del que vas a predicar. Te pido que prestes especial atención a esta recomendación. De los cinco consejos que estoy a punto de dar, este es el más importante. Asegúrate, pues, cuando hayas elegido el texto, de haberlo entendido y de que te haya quedado claro, de que sabes exactamente qué es lo que quieres demostrar, lo que quieres enseñar, lo que quieres dejar claro y lo que quieres que permanezca en la mente de quienes te escuchen. Si tú mismo partes de la bruma, debes contar con que dejarás a los demás en las tinieblas. Cicerón, uno de los más grandes oradores de la Antigüedad, dijo hace mucho tiempo: “Nadie puede hablar con claridad y elocuencia de aquello que no comprende”, y estoy convencido de que no se equivocaba. El arzobispo Whately, perspicaz observador de la naturaleza humana, dijo muy acertadamente que había una gran cantidad de oradores que “no apuntaban hacia ningún sitio, y no alcanzaban ninguna diana. Como hombres que desembarcan en una isla desconocida y emprenden un viaje de exploración, parten en ignorancia y siguen avanzando en ignorancia durante toda la jornada”.

 Les pido en particular a los ministros jóvenes que tengan en cuenta este primer consejo. Vuelvo a recalcarlo: “Asegúrate de que comprendes claramente la materia. Nunca elijas un texto del que no sepas con claridad lo que quiere decir”. Cuidado con elegir pasajes oscuros como los que se pueden encontrar en profecías importantes que no se han cumplido aún. Si un hombre predica siempre a su congregación habitual acerca de los sellos y las copas y las trompetas de Apocalipsis, acerca del Templo de Ezequiel, o acerca de la predestinación, el libre albedrío y los eternos propósitos de Dios, no le extrañará a ninguna mente razonable que no consiga alcanzar la sencillez. No quiero decir que asuntos como estos no deban tratarse de vez en cuando, en momentos oportunos, y ante un auditorio apropiado. Lo que digo es que se trata de asuntos muy profundos acerca de los que no es raro que cristianos sabios estén en desacuerdo, y es prácticamente imposible hacer de ellos un tema demasiado sencillo.

 Debemos ver los asuntos que tratemos con toda claridad, si deseamos exponerlos con sencillez, y en la Palabra de Dios podemos encontrar centenares de temas sencillos. Por la misma razón, debes tener cuidado al abordar lo que denomino temas fantasiosos y textos extrapolados, y luego tratar de imponerles, a la fuerza, un sentido que el Espíritu Santo nunca tuvo la intención de darles. No existe cuestión necesaria para la salud del alma que no se pueda encontrar expuesta y explicada con toda claridad en las Escrituras. Siendo así, creo que un predicador nunca debería tomar un texto y extraer del mismo, como un dentista que saca una muela, algo que, por muy verdadero que sea en sí, difiera del sentido literal de las palabras inspiradas. Puede resultarnos un sermón muy chispeante e ingenioso y los que lo oigan quizá salgan diciendo: “¡Qué párroco tan inteligente tenemos!, pero si, al examinarlo, no es posible encontrar el sermón en el texto ni el texto en el sermón, quedarán perplejos y comenzarán a pensar que la Biblia es un libro demasiado profundo e incomprensible.

 Si pretendes alcanzar la sencillez, ten cuidado de no extrapolar los textos. Y me gustaría explicar lo que quiero decir cuando hablo de textos extrapolados. Recuerdo haber oído hablar de un ministro de una ciudad del norte que era famoso por predicar siguiendo ese estilo. En una ocasión leyó el texto: “El pobre escoge, para ofrecerle, madera que no se apolille; se busca un maestro sabio, que le haga una imagen de talla que no se mueva” (Isaías capítulo cuarenta versículo veinte). “Aquí—dijo él— tenemos al hombre pobre e incompleto por naturaleza. No tiene nada que ofrecer para redimir su alma. ¿Y qué es lo que debería hacer? Debería elegir un madero que no se apolille, quizá la Cruz de nuestro Señor Jesucristo.

 En otra ocasión en que deseaba predicar acerca de la doctrina del pecado que mora en nuestro interior, eligió un texto de la historia de José y sus hermanos, del que entresacó las palabras: “Entonces les preguntó José como estaban, y dijo: ¿Vuestro padre, el anciano que dijisteis, lo pasa bien? ¿Vive todavía?” (Génesis capítulo cuarenta y tres versículo veintisiete). A partir de esta última pregunta inventó ingeniosamente un discurso acerca de la corrupción natural que sigue habiendo en el creyente, una gran verdad, sin duda, pero que ciertamente no es la que se transmite en el pasaje. Espero que ejemplos como estos supongan una advertencia para los más jóvenes de mis hermanos. Si quieres predicar acerca de la corrupción que mora en el interior de la naturaleza humana, o acerca de Cristo crucificado, no hay necesidad de buscar textos tan retorcidos como los que he mencionado. Si quieres resultar sencillo, asegúrate de buscar textos claros. Además, si deseas comprender a fondo los temas que abordes, y lograr así establecer el fundamento de la sencillez, no te avergüences de dividir tus sermones y de indicar dichas divisiones. No es preciso que diga que esta es una cuestión muy controvertida. El miedo enfermizo al “en primer lugar, en segundo, en tercero” está muy extendido. La moda de ahora se opone con fuerza a esa clase de divisiones, y debo confesar con toda franqueza que un sermón con ritmo y sin divisiones es mucho mejor que un sermón dividido de una manera tonta, estúpida e ilógica. Que cada uno obre en conciencia. El que sea capaz de hacer sermones que sacudan las conciencias y se graben en ellas sin hacer divisiones, que siga adelante y que persevere en ello, no faltaría más.

 Pero que no menosprecie al prójimo que necesita establecer divisiones. Lo que quiero decir es que, si queremos ser sencillos, debe haber tanto orden en un sermón como el que hay en un ejército. ¿Qué general en sus cabales mezclaría la artillería, la infantería y la caballería en una masa indistinta el día de la batalla? ¿Qué anfitrión de una cena o un banquete soñaría con poner sobre la mesa todas las viandas a la vez: la sopa, el pescado, los entrantes, los asados, las ensaladas, la caza, los dulces, el postre, en un solo plato enorme? Nadie diría de un anfitrión semejante que ha servido bien la cena. Pues eso mismo aplico yo a los sermones.

 Debemos conseguir que haya orden a toda costa, tanto si recurrirnos al “en primer lugar, en segundo, en tercero” como si no. Orden, tanto si las divisiones son explícitas como si están ocultas. Un orden tan cuidadosamente dispuesto que todos los temas y las ideas se sigan unos a otros con hermosa regularidad, como los regimientos que marchan ante la Reina de Inglaterra el día que les pasa revista en el parque de Windsor. Por lo que a mí concierne, confieso con toda sinceridad que no creo haber dado en mi vida dos sermones sin establecer unas divisiones. Me parece de la máxima importancia que mi audiencia entienda, recuerde y se quede con lo que he dicho, y estoy seguro de que las divisiones me ayudan a conseguirlo. Es más, considero que sirven como ganchos, clavos y estanterías en la mente. Si uno estudia los sermones de los hombres que han sido y son buenos predicadores, siempre encontrará orden, y muchas veces divisiones, en sus sermones. No me avergüenza decir que leo a menudo los sermones del Sr. Spurgeon. Me gusta reunir consejos relativos a la predicación extraídos de diversas fuentes.

 David no preguntó acerca de la espada de Goliat: “¿Quién la hizo?; ¿quién la pulió?; ¿qué herrero la forjó?”. Dijo: “Ninguna como ella” (Primera samuel veintiuno versículo nueve.), pues una vez la había empleado para decapitar a su dueño. El Sr. Spurgeon es un predicador de lo más competente, y eso lo prueba el hecho de que su enorme congregación se mantiene unida. Deberíamos examinar y analizar siempre los sermones que unen a las personas. Cuando leas un sermón del Sr. Spurgeon, fíjate en lo clara y transparentemente que divide el sermón, y en cómo siembra cada una de sus partes de hermosas y sencillas ideas. ¡Con qué facilidad captas el sentido! ¡De qué manera tan profunda te enfrenta con una serie de grandes verdades, que se aferran a ti como ganchos de acero y que, una vez plantadas en tu memoria, nunca olvidas!

 Lo primero, pues, en lo que debemos fijarnos si queremos predicar con sencillez, es en si entendemos con claridad el tema elegido; y si queremos saber si lo hemos entendido, debemos tratar de dividirlo y organizarlo. Por mi parte, lo que puedo decir es que he procedido así durante toda mi vida ministerial. 

 A lo largo de cuarenta y cinco años he utilizado cuadernos en los que he ido apuntando textos y comienzos de sermones para utilizarlos cuando me hiciera falta. En cuanto tomo un texto, y sé cómo abordarlo, lo apunto y tomo notas relativas al mismo. Si no sé cómo abordarlo, no puedo predicar acerca de él, pues sé que no podré resultar sencillo, y si no puedo resultar sencillo, sé que haré mejor en no predicar en absoluto.

Punto dos: El segundo consejo que daré es el siguiente: En la medida de lo posible, trata de utilizar palabras sencillas en todos tus sermones. Sin embargo, debo extenderme en esto que digo. Cuando hablo de palabras sencillas, no me refiero a palabras de pocas sílabas, o a palabras de origen vulgar. Repetiré las palabras de aquel antiguo sabio pagano, Cicerón, cuando dijo que los oradores deben tratar de utilizar palabras que estén “en el uso diario habitual de la gente. No importa que palabras utilices, siempre que sean palabras de uso corriente y comprensibles para todo el mundo. Hagas lo que hagas, solo debes tener cuidado con las palabras que los pobres llaman, sagazmente, “de diccionario”, es decir, palabras abstractas, científicas, pedantes, complicadas, indefinidas o demasiado largas. Pueden sonar muy refinadas e impresionar a todo el mundo, pero rara vez resultan de utilidad. Las palabras más convincentes y contundentes, por regla general, suelen ser muy cortas. Permítaseme extenderme un poco más para confirmar lo que acabo de decir acerca de esa falacia tan común que considera sumamente deseable el no utilizar nunca palabras de origen culto. Me gustaría recordarte que escritores de notable simplicidad emplean un vasto número de palabras de origen culto.

 Tomemos, por ejemplo, la famosa obra de Juan Bunyan y examinemos el título mismo: El progreso del peregrino. Todas las palabras principales son de origen culto. ¿Habría el autor mejorado la cuestión si la hubiera llamado “La caminata del caminante”? Diciendo esto, estoy reconociendo abiertamente que las palabras de origen francés y latino por lo general suelen ser inferiores a las de origen vulgar; y, como norma —debería decir— te recomiendo que utilices palabras corrientes, más bien que palabras cultas. Lo único que quiero decir es que no debes pensar que lo más natural es que las palabras no puedan ser buenas y sencillas si no son de origen corriente. En cualquier caso, ten cuidado con las palabras largas.

 El Dr. Gee, en su excelente libro Our Sermons [Nuestros sermones], señala muy pertinentemente la inutilidad de emplear palabras largas y expresiones poco comunes. Recomienda, por ejemplo: “Habla de la felicidad antes que de la dicha, di todopoderoso en lugar de omnímodo, reducción en lugar de deflación, prohibido en lugar de vedado, odioso en lugar de execrable, aparente en lugar de ilusorio, último en lugar de postrero”. Todos necesitamos que se nos ate corto en cuanto a esto. Está muy bien utilizar palabras rimbombantes en Oxford y en Cambridge, ante un auditorio amante de lo clásico, y al predicar para congregaciones cultas. Pero, por eso, cuando prediques para congregaciones normales, cuanto antes te deshagas de ese tipo de lenguaje, mejor. Una cosa es siempre cierta, y es que sin palabras sencillas nunca alcanzarás la sencillez a la hora de predicar.

Punto tres: El tercer consejo que me gustaría ofrecerte, si es que deseas llegar a predicar de manera sencilla, es el siguiente: Procura cultivar un estilo sencillo en la redacción. Tratar de poner un ejemplo para indicarte a qué me refiero. Si nos fijamos en los sermones de aquel gran hombre maravilloso que fue el Dr. Chambers, nos percataremos de inmediato del gran número de líneas que se suceden sin un punto y aparte. No puedo evitar percibir esto como un gran error. Si pretendes alcanzar un estilo de redacción sencillo, ojo con escribir demasiadas líneas antes de poner un punto que permita tomarse un respiro a aquellos a quienes te diriges. Ten cuidado con los dos puntos y el punto y coma, haz uso de las comas y de los puntos, y procura escribir como si fueras asmático o te quedases pronto sin aliento. No escribas ni pronuncies frases o párrafos muy largos. Haz frecuentes pausas, y vuelve a empezar; cuanto más a menudo lo hagas, más cerca estarás de alcanzar un estilo sencillo de redacción. Las frases interminables, plagadas de dos puntos, de puntos y comas, de paréntesis, y los párrafos de dos o tres páginas de longitud están completamente reñidos con la sencillez.

 Debemos grabarnos en la mente que los predicadores se dirigen a oyentes, no a lectores, y que aquello que se “lee” con agilidad puede que la pierda al “pronunciarse”. Un lector siempre puede volver atrás unas pocas líneas y refrescarse la memoria, pero el oyente lo oye una vez y, si pierde el hilo del sermón en una frase larga y enrevesada, es muy probable que no lo vuelva a recuperar.

 Por otro lado, la sencillez en tu estilo de redacción depende mucho del uso apropiado de los proverbios y de los epigramas. Esto es de gran importancia. Aquí, creo, reside el valor de gran parte de lo que encontrarnos en el comentario de Matthew Henry y en las Contemplations [Contemplaciones] del obispo Hall. Hay dichos muy buenos, de este tipo, en un libro menos conocido de lo que debería, que se llama Papers on Preaching by a Wykehamist [Escritos acerca de la predicación de pluma de un estudiante de Winchester College]. Aquí van unos pocos ejemplos de a qué me refiero: “Lo que tejemos en el tiempo lo vestimos en la eternidad”; “El Infierno está empedrado de buenas intenciones”; “El abandono de un pecado es el más claro síntoma de que el pecado ha sido perdonado”; “Importa poco cómo morirnos, pero importa mucho cómo vivimos”; “Respeta a la persona, pero rebélate contra su pecado”; “Rápido se limpia la calle si todo el mundo barre delante de su puerta”; “La mentira se cuelga de la espalda de la deuda; es difícil que una bolsa vacía se mantenga en pie”; “Quien empieza por rezar acabará por alabar”; “No es oro todo lo que reluce”; “En la religión, como en los negocios, no hay ganancia sin dolor”; “En la Biblia hay llanuras por donde puede caminar la oveja, y profundidades en donde un elefante debe nadar”; “Se salvó a un ladrón en la Cruz, porque nadie debe desesperar, y solo a uno, porque nadie debe darlo por sentado”. Los proverbios, epigramas y dichos antitéticos de esta clase otorgan una extraordinaria fuerza y claridad a los sermones. No escatimes esfuerzos en hacer acopio de ellos en tu mente. Utilízalos con sensatez, especialmente para culminar los párrafos, y te serán de gran ayuda para cultivar un estilo sencillo de redacción. Pero cuídate siempre de las frases largas, enrevesadas y complicadas.

Punto cuatro: El cuarto consejo que doy es el siguiente: Si tu deseo es predicar con sencillez, utiliza un estilo directo. ¿A qué me refiero con eso? Me refiero a la práctica y la costumbre de decir “yo” y “tú”. Cuando un hombre asume ese estilo para predicar, no es raro que lo acusen de engreimiento y de egotismo, con el resultado de que muchos pastores no son nunca directos, y consideran que decir “nosotros” es muy humilde y modesto y apropiado. Pero yo recuerdo que el buen obispo Villiers decía que “nosotros” era una palabra que debían utilizar los reyes y las organizaciones, y solo ellos, pero que los párrocos debían siempre hablar de “yo” y “tú”. No puedo estar más de acuerdo con esa apreciación. Tengo que confesar que nunca he entendido qué quiere decir el famoso “nosotros” del púlpito. El pastor que no deja de repetir “nosotros” durante todo el sermón, ¿se refiere con ello a sí mismo y al obispo?; ¿a sí mismo y a la Iglesia?; ¿a sí mismo y a la congregación?; ¿a sí mismo y a los Padres de la Iglesia?; ¿a sí mismo y a los Reformadores?; ¿a sí mismo y a todos los hombres sabios del mundo?; ¿o, al fin y al cabo, se refiere solamente a sí mismo, a Fulanito o Menganito? Si solo se refiere a sí mismo, ¿qué razón puede aducir para preferir la forma plural, en lugar de decir simple y llanamente “yo”?

 Cuando visita a los miembros de su parroquia, o se sienta junto a la cama de un enfermo, o catequiza en la escuela, o pide pan en la panadería, o carne en la carnicería, no dice “nosotros”, sino “yo”. ¿Por qué, entonces — me pregunto, — no puede decir “yo” también en el púlpito? ¿Con qué derecho habla él, un hombre corriente, en nombre de otros? ¿Por qué, en el servicio del domingo, no se pone en pie y dice: “Al leer la Palabra de Dios, he encontrado un texto que dice cosas como estas, y quiero exponerlas ante esta congregación? Estoy seguro de que hay muchas personas que no entienden a qué se refiere el pastor cuando dice “nosotros”. La expresión tiene para ellos algo de brumoso. Si dices: “Yo, vuestro pastor; yo, vuestro párroco; yo, el coadjutor de la parroquia, vengo a hablarte de algo que concierne a tu alma, algo en lo que deberías creer, algo que deberías hacer…”, todos y cada uno te entenderían sin problemas. Pero si empiezas a utilizar un vago plural acerca de lo que deberíamos hacer “nosotros”, muchos de los oyentes no sabrán a dónde quieres llegar, ni si te estás dirigiendo a ti mismo o a ellos. Ruego a mis hermanos más jóvenes que no descuiden este asunto. Hay que tratar de ser lo más directo que se pueda. Y que no te importe lo que digan de ti. En este aspecto no se debe imitar a Chalmers, ni a Melville, ni a otras celebridades del púlpito. Nunca digas “nosotros” cuando quieras decir “yo”. Cuanto más practiques el hábito de hablar con claridad a tu audiencia, en primera persona del singular, igual que hacía el obispo Latimer, más sencillo será tu sermón, y más fácil de entender. La gran virtud de los sermones de Latimer es lo directos que son. Lamentablemente, se transcribieron tan mal que ahora apenas podemos apreciarlos.

Punto cinco: El quinto y último consejo que quiero ofrecer es el siguiente: Si quieres alcanzar la sencillez al predicar, debes emplear multitud de anécdotas y ejemplos. Los ejemplos son como ventanas a través de las que entra la luz que ilumina el tema. Acerca de este particular se podrían decir muchas cosas, pero los límites de este pequeño tratado me obligan a solo rozarlo. Apenas necesito recordarte el ejemplo del que habló como “jamás hombre alguno ha hablado” (Juan 7:46), nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Estudia los Evangelios con atención, y te darás cuenta de la riqueza de ejemplos que suelen contener los sermones. ¡Cuán frecuentemente encontraras una figura detrás de otra, parábola tras parábola, en sus exposiciones!

 Se diría que de todo lo que se presentaba ante sus ojos era capaz de extraer lecciones. Los pájaros del cielo, los peces del mar, las ovejas, las cabras, los campos de cereal, las viñas, los labradores, los campesinos, los pescadores, los pastores, los vendimiadores, las mujeres que preparaban la comida, las flores, la hierba, el banquete de boda, el sepulcro… todas estas cosas utilizó el Señor como vehículo para transmitir pensamientos a las mentes de los que le escuchaban. ¿Qué son esas parábolas como la del Hijo pródigo, la del Buen samaritano, la de las Diez vírgenes, la del Rey que quería casar a su hijo, la del Rico y Lázaro, la de los Vendimiadores y otras?; ¿qué son sino conmovedoras historias que relataba nuestro Señor para transmitir alguna gran verdad a la mente de los que le escuchan? Trata de caminar en sus pisadas y sigue su ejemplo.

 Si haces un alto en el sermón para decir: “Ahora voy a contar una historia”, estoy seguro de que todos, salvo los que estén dormidos, aguzarán el oído y prestarán atención. A las personas, les gustan los símiles, los ejemplos y las historias bien contadas, y les prestarán atención aun cuando no estén dispuestas a prestársela a otra cosa. ¡Y son innumerables las fuentes que nos surten de ejemplos! Búscalos en el libro de la naturaleza que te rodea. Búscalos en el cielo sobre tu cabeza, en el suelo bajo tus pies. Búscalos en la historia. Búscalos en todas las ramas de la ciencia, en la Geología, la Botánica, la Química, la Astronomía. ¿Qué hay en el Cielo o en la tierra de lo que no se puedan extraer ejemplos que arrojen luz sobre el mensaje del evangelio? Lee los sermones del obispo Latimer, que tal vez sean los más populares que jamás se hayan pronunciado. Lee las obras de Brooks, de Watson, de Swinnock, de los puritanos. ¡Qué llenos están de ejemplos, de figuras, de metáforas, de historias! Fíjate en los sermones del Sr. Moody. ¿Cuál es uno de los secretos de su popularidad? Que sus sermones están plagados de historias agradables. El mejor orador —dice un proverbio árabe— es aquel capaz de transformar el oído en ojo.

 En cuanto a mí, no solo trato de contar historias, sino que en las parroquias rurales he utilizado a veces ejemplos familiares que mi audiencia podía ver. Por ejemplo, ¿quiero mostrarles que debió haber una primera gran causa o Ser que hizo este mundo? A veces me he quitado el reloj y he dicho: “Mira este reloj. ¡Qué bien hecho está! ¿Alguien puede creer, por un momento, que todas las tuercas, todas las ruedas, todos los engranajes de este reloj se han reunido por casualidad? ¿No se diría que en su origen tuvo que haber un relojero? Y, si es así, hay que deducir con toda certidumbre que hubo un Hacedor del mundo, cuya obra vemos grabada en la superficie de cada uno de los gloriosos planetas que hacen su giro anual con toda precisión. Fíjate en el mundo en el que vives, y en las cosas maravillosas que están en él, ¿dirías que no hay un Dios, que la Creación es efecto del azar?”. También en alguna ocasión he sacado un manojo de llaves y las he agitado. Toda la congregación, al oír el tintineo, alza la mirada. Y entonces digo: “¿Tendríamos necesidad de llaves si todos los hombres fueran honrados y perfectos? ¿Qué muestra este manojo de llaves? Bien, muestra que el corazón del hombre es lo más falso que existe, y que es malvado sin remisión”.

 La utilización del ejemplo, no me cabe duda alguna, es una de las mejores recetas para componer un sermón sencillo, claro, franco, y fácilmente comprensible. Búscalos activamente; siempre que puedas recopila posibles ejemplos allí donde vayas. Mantén los ojos abiertos, y utilízalos con acierto. Feliz el predicador que tiene vista para las similitudes, y una buena memoria en la que almacenar historias y ejemplos bien elegidos. Si de verdad es un hombre de Dios, y si sabe cómo ofrecer un buen sermón, nunca predicará para muros desnudos ni para bancos vacíos. Pero debo añadir unas palabras de advertencia. Hay una forma apropiada de relatar historias. Si un hombre no es capaz de contar historias con naturalidad, hará mejor en no contarlas en absoluto. La utilización del ejemplo, y permítaseme que insista a pesar de todo lo que he dicho en su defensa, puede llevarse demasiado lejos. Recuerdo un caso, el del gran predicador galés Christmas Evans, que ejemplifica perfectamente lo que quiero decir. Circula una copia de un sermón suyo en el que habla del maravilloso milagro que tuvo lugar en Gadara, cuando los demonios tomaron posesión de los cerdos, y toda la piara echó a correr precipitándose en el mar. Lo describe con tal minuciosidad que en rigor acaba resultando ridículo, y ello debido a las palabras que pone en boca de los pastores que le cuentan a su amo la pérdida que han sufrido:

 ¡Oh señor —dice uno, — todos los cerdos han desaparecido!

 Pero —replica el amo — ¿adónde han ido?

 Se han precipitado en el mar.

 ¿Pero quién los ha conducido al mar?

 ¡Oh señor, aquel hombre portentoso!

 ¿Y qué clase de hombre era? ¿Qué hizo?

 Bueno, señor, llegó y dijo unas palabras muy extrañas, y de repente toda la piara echó a correr pendiente abajo y se precipitó en el mar.

 ¿Cómo? ¿También el macho grande negro y todo?

 Sí, señor, el macho grande y negro también se ha despeñado; justo cuando nos dimos la vuelta vimos el extremo de su rabo desaparecer tras la colina.

 Esto es un poco excesivo. Y también los admirables sermones del Dr. Guthrie están a veces tan sobrecargados de ejemplos que parecen bizcochos hechos con muchísimas pasas y casi sin harina. Introduce colorido y figuras en abundancia en tus sermones a toda costa, no dudes en tomar dulzura y luz de toda clase de fuentes y de criaturas, de los cielos y la tierra, de la historia, de la ciencia. Pero para todo hay un límite. Debes tener cuidado con la manera como utilizas el colorido, no vaya a ser que causes más daño que beneficio. El color no se aplica a espátula, sino con un pincel. Si mantienes estas precauciones, encontrarás en el colorido un fuerte aliado para alcanzar la sencillez y la claridad en la predicación.

 Y ahora grábate en la mente que mis cinco consejos son los siguientes:

 Primero: si aspiras a predicar con sencillez, debes tener un conocimiento claro de lo que vas a predicar.

 Segundo: si aspiras a predicar con sencillez, debes utilizar palabras sencillas.

 Tercero: si aspiras a predicar con sencillez, debes tratar de adquirir un estilo de redacción sencillo, de frases cortas, y utilizar los dos puntos y el punto y coma tan pocas veces como te sea posible.

 Cuarto: si aspiras a predicar con sencillez, intenta ser directo.

Finalmente: si aspiras a predicar con sencillez, utiliza abundantes ejemplos y anécdotas. Permítaseme añadir a todo esto unas breves palabras de aplicación práctica. No alcanzarás la sencillez en la predicación si no es a costa de muchos esfuerzos. Esfuerzos y desvelos, y lo recalco: esfuerzos y desvelos. Cuando a Turner, el gran pintor, le preguntaron cómo era capaz de mezclar tan bien los colores, y cómo conseguía diferenciarlos tanto de los de los demás artistas, respondió: “¿Mezclarlos? ¿Mezclarlos? ¿Mezclarlos? Pues bien, con el cerebro, señor”. Estoy convencido de que, para predicar, poco se puede hacer si no es por medio de esfuerzos y desvelos.

 He oído que un clérigo joven y negligente dijo una vez a Richard Cecil: “Creo que necesito más fe”. “No —respondió el anciano sabio, lo que necesitas son más obras. Necesitas más esfuerzos. No debes pensar que Dios va a hacer el trabajo por ti, aunque sí esté dispuesto a hacerlo a través de ti”. Insto a mis hermanos más jóvenes a que recuerden esto. Les ruego que se tomen su tiempo en la composición de los sermones, que se esfuercen y que ejerciten el cerebro mediante la lectura.

 Solo tienes que preocuparte de que lo que lees sea útil. No te recomendaría que leyeses a los Padres de la Iglesia para mejorar tus sermones. A su manera, resultan útiles, pero hay muchas cosas más útiles en los escritores modernos, si sabes elegirlos. Lee a buenos modelos, familiarízate con buenos patrones de la predicación sencilla. Como mejor modelo, toma la Biblia. Si hablas en el lenguaje en el que está escrita, estarás hablando bien. Lee la obra inmortal de Juan Bunyan, El progreso del peregrino. Léela una y otra vez si deseas alcanzar la sencillez al predicar. No desprecies a los puritanos. No hay duda de que algunos son ásperos. Goodwin y Owen son muy ásperos, si bien constituyen una excelente artillería en su puesto. Lee libros como los de Baxter, y Traill, y Flavel, y Charnock, y Hall, y Henry. A mi entender, son modelos del mejor lenguaje sencillo que se hablaba en los viejos tiempos.

 Recuerda, sin embargo, que el lenguaje se altera a lo largo de los años y que su estilo es diferente del nuestro. Léelos y compáralos con las mejores muestras actuales que puedas encontrar. Debes estudiar referencias de diversas clases, y estudiarlas con atención, si aspiras a alcanzar un estilo sencillo al predicar. Por otro lado, no dejes de hablar con los pobres, y visitar a tu grey de casa en casa. Siéntate con ellos junto al fuego para intercambiar pensamientos sobre cualquier cuestión. Averigua cómo piensan y cómo se expresan, si quieres que entiendan tus sermones. De esa manera aprenderás mucho sin darte cuenta, estarás continuamente atesorando modos de pensar y tendrás más claro lo que debes decir desde el púlpito. A un humilde clérigo rural le preguntaron una vez “si estudiaba a los Padres”. Aquel respetable hombre contestó que se le presentaban muy pocas oportunidades de estudiar a los padres, puesto que solían estar en los campos cuando él iba de visita, pero que estudiaba mucho a las madres, pues solía encontrarlas en casa y así podía hablar con ellas. Lo hiciera a propósito o no, el buen hombre dio justo en el clavo. Debemos hablar con nuestra congregación cuando estamos fuera de la iglesia, si queremos entender cómo debemos predicarles cuando sí estemos en ella.

Conclusiones finales

Primero: Solo diré, como conclusión, que sea lo que sea lo que prediquemos, cualquiera que sea el pulpito que ocupemos, bien prediquemos con sencillez o no, bien leamos lo que hemos escrito o improvisemos, nuestro objetivo debería ir más allá de los meros fuegos de artificio, y aspirar a una predicación que reporte un beneficio duradero para las almas. Seamos cautos con los fuegos artificiales en nuestros sermones. Los sermones “bellos”, los sermones “brillantes”, los sermones “inteligentes”, los sermones “populares” suelen ser sermones que no tienen efecto sobre la congregación, y que no acercan a los hombres a Jesucristo. Concentrémonos de tal modo en la predicación que lo que digamos pueda anidar en las mentes de los hombres, en sus conciencias y en su corazones, y que les haga pensar y reflexionar.

Segundo: Toda la sencillez del mundo puede ser completamente inútil si no predicamos el sencillo evangelio de Jesucristo de manera tan completa y clara que todo el mundo pueda entenderlo. Si Cristo crucificado no tiene el sitio que le corresponde en el sermón, y si el pecado no se denuncia como debiera, y si a los miembros de tu congregación no les dices claramente lo que deben creer, y ser, y hacer, tu predicación no sirve de nada.

Tercero: Y, por último, toda la sencillez del mundo será inútil también sin una declamación vivaz. Si hundes la cabeza en el pecho, y si farfullas inclinado sobre el manuscrito en un tono apagado y monótono como el de un abejorro atrapado en un frasco, hasta el punto de que la audiencia no entienda de qué estás hablando, tu predicación será en vano. Hazme caso, a la declamación no se le presta la debida atención en nuestra Iglesia. En este asunto, como en todo lo que tiene que ver con la ciencia de la predicación, considero que la Iglesia de Inglaterra es, por desgracia, deficiente. Es cierto que yo comencé a predicar en solitario en el New Forest, en el sur de Inglaterra, y nadie me dijo nunca lo que estaba bien y lo que estaba mal en un púlpito. El resultado fue que el primer año de mi predicación consistió en una serie de experimentos. No nos ayudaban con respecto a esas cosas en Oxford ni en Cambridge. La total carencia de una formación adecuada para el púlpito es una gran mácula y un tremendo defecto dentro del sistema de la Iglesia de Inglaterra.

Cuarto: Sobre todo, no olvidemos nunca que toda la sencillez del mundo es inútil sin la oración para que Dios derrame su Espíritu Santo y nos conceda su bendición, y sin una vida que se corresponda en cierta medida con aquello que predicamos. ¡Mostremos un ferviente anhelo por las almas de los hombres, mientras perseguimos la sencillez al predicar el evangelio de Jesucristo, y nunca olvidemos acompañar nuestros sermones con una vida santa y una oración ferviente!